En la introducción a la biografía de Adam Chmielowski, hermano Alberto, escrita por el padre Władysław Kluza, el cardenal Karol Wojtyła, escribió:
“Es muy reveladora la importancia de esta persona, tanto si se trata de la escala de su interior, como de la confluencia de épocas, en la historia de Polonia, la Iglesia y la humanidad que se opera y actúa en la vida del hermano Alberto. La grandeza de su interior, la riqueza de su vida espiritual se expresan por la profundidad de su libre elección y, a la vez, por la madurez de su renuncia como consecuencia de dicha elección. Al optar decididamente por la pobreza y el servicio a las personas más vulnerables y deficientes socialmente, el hermano Alberto salió al encuentro de ese problema que no deja de dominar la vida de la humanidad y de la Iglesia. Impregnó todo ello de su implicación patriótica, amor por la Patria por la que, ya en los años de su juventud, sacrificó la salud quedándose cojo, con una sola pierna para el resto de su vida. Aportó, además, el enorme encanto del artista-pintor, hombre de talento excepcional, hombre que buscaba las cada vez más maduras proporciones de la belleza, del bien y de la verdad.
Y, por eso mismo, la figura del padre Alberto ha de ser recordada de forma constante, entendida e interpretada de nuevo porque lleva, dentro de sí, una riqueza a la que, es menester, aportar, sin cesar, nuevas condiciones de su irradiación. Recibimos, con gran alegría, cada nueva publicación dedicada a él, contando de antemano, con que nos revelará al hermano Alberto desde un ángulo distinto y nos ayudará a comprender, de una forma más plena, su vida, vocación y misión. Y, es que debería perdurar, sobre todo en Polonia, el proceso de la presencia y la participación de este gran hombre en la vida de las generaciones de ahora y del futuro, de convertirse en la propiedad de hombres y mujeres de tiempos nuevos”.
El propio autor de estas palabras pertenecía al grupo de los que recordaban continuamente la persona y la obra del “padre de los pobres”. No sabemos los inicios del interés del futuro Papa por la figura del hermano Alberto, sin embargo, debía de conocerle desde muy joven. Por supuesto, no podía haberlo visto por la calles de la real ciudad de Cracovia pero cualquier hábito albertino le recordaba a este personaje tan característico: “No os imagináis – decía en una de sus homilías a la hermanas albertinas en el santuario de Prądnik Czerwony de Cracovia – lo que significa ese hábito vuestro en las calles de Cracovia, o en cualquier otro lugar de Polonia. Es el símbolo de ese hombre, tan extraordinario, símbolo del Evangelio [.…], símbolo del servicio, servicio a las personas más […] desheredadas y abandonadas.”
Mucho se escribió sobre el hermano Alberto, aún en su vida; era tema de conversaciones de diferentes medios y ambientes sociales:
“Desde hace 20 años – según el texto del año 1910 de Antoni Chłoniewski – circula, por las calles de nuestras ciudades, un anciano singular, alto, cuya cabeza destaca por encima de las multitudes. Va cubierto por un hábito gris, de paño grueso, frente al que la más humilde tela campesina parece un lienzo refinado. Las caderas ceñidas con un cordón sencillo. Sobre la cabeza, un gorro pequeño, redondo, de un paño increíblemente pobre que, seguramente, no le protege nada del frío. Por debajo de él aparece un rostro oscuro, severo, como si fuera el de un monje asceta medieval de bronce fundido, solo animado por un par de ojos que expresan piedad y terror y, que parecen mirar a la cara la vida vibrante alrededor. Las manos, fuertes, llevan señales de trabajo físico. Toda la figura pesada y áspera habla de una constante presencia entre las capas más bajas del ser humano, en el fondo mismo de la sociedad”. Karol Wojtyła, ya en sus años de clérigo, inició el trabajo sobre el drama Hermano de nuestro Dios y después ya de obispo y cardenal, en múltiples ocasiones, subrayaba su fascinación por el “Pobrecillo de Cracovia”, quien siendo ya pintor reconocido y afamado, abandonó el arte para servir a los menesterosos. En el libro: “Levantaos, vamos” de Juan Pablo II, leemos:
“Un puesto preferente en mi recuerdo y, más aún, en mi corazón, ocupa fra Albert-Adam Chmielewski. Combatió durante la insurección de enero y en aquella ocasión un proyectil le destrozó una pierna. Desde entonces quedó inválido; llevaba una prótesis. Para mí era una figura admirable. Especialmente me sentía muy unido a él. Escribí sobre él un drama que titulé Hermano de nuestro Dios. Su personalidad me fascinaba. Vi en él un modelo para mí: dejó el arte para ser siervo de los pobres de los «tumefactos», como se les llamaba a los vagabundos. Su historia me ayudó mucho a abandonar el arte y el teatro para entrar en el seminario”. Sin embargo, antes de que el futuro Papa, bajo la influencia de la decisión vital del hermano Alberto, hiciera su propia elección, ya iba caminando por la senda humilde del Padre de los pobres. “Practicaba – según el testimonio de un compañero del seminario, el padre Franciszek Konieczny, las obras de la misericordia. Lo aprendió del gran Príncipe Metropolitano, quien había vendido todas sus posesiones para socorrer a “Doña Pobreza”, según solía decir el padre Alberto. Veíamos todos los días las colas de los pobres que se reunían delante de la sala de don Francisco, que pretendían conseguir un permiso de “audiencia” con el Príncipe Metropolitano. Al cabo de un tiempo empezó a congregarse delante de nuestras puertas, también, la “pobreza cravoviana”: en concreto, se demandaba la presencia del padre Wojtyła. Me acuerdo de un hombre que llamó a nuestra puerta y pidió que llamara al padre Karol. Éste se le acercó y habló con él en el pasillo. El sacerdote vuelve a sus dependencias, e inclinándose, saca de debajo de la cama una maletita y, de ella, un jersey, escondiéndolo debajo de la sotana. Sale al pasillo y vuelve inmediatamente pero ya sin el bulto que se veía debajo de su vestimenta. Le entregó al pobre su jersey, novísimo, que tan solo ayer le había regalado el señor Kotlarczyk. El mismo pasaba frío y tiritaba. No sé de donde sacaba esas cosas ni qué repartía. Pero, muchas veces, venía la gente preguntando por él. Compartía con los pobres lo que podía.”
Qué elocuente es la escena del mencionado drama, en la que Adam Chmielowski trabaja sobre el cuadro Ecce Homo. Se puede decir que todavía está pintando pero sus pensamientos ya están en otra parte. Al pasar por delante del caballete, leemos en las didascalias: “mira, con indiferencia, muchas obras”. Tan solo, se detiene delante del cuadro Ecce Homo. “¿No será que él es – pregunta el autor – más que otra cosa la imagen de Adán?” y, el propio protagonista dice:
“Desde luego, eres terriblemente distinto de Aquel que eres.
Te has fatigado mucho por cada uno de ellos.
Te has cansado mortalmente.
Te han destruido del todo.
Eso se llama Caridad.Y, sin embargo, sigues siendo hermoso.
El más hermoso de los hijos del hombre.
Jamás ha vuelto a existir semejante belleza.
Tal vez se llama Caridad”.
El autor repetía, con mucha frecuencia, que “el espíritu del hermano Alberto no ha prescrito y que, solo hay que trasladarlo a la actualidad”. Durante el Concilio Vaticano II, se afirmó aún más en el convencimiento de que “el espíritu del hermano Alberto se entrelaza estrechamente con el espíritu del Concilio, con el espíritu de la Iglesia de hoy”.
No pocas veces, en las declaraciones del obispo Karol Wojtyła, impresionaba el tono de, casi, una confesión personal como durante la visita a la ermita del hermano Alberto en Kalatówki de Zakopane, en el cincuenta aniversario de su fallecimiento: “celebro con vosotros este aniversario como de ninguna otra persona”.
En el año 1963, centenario del estallido de la insurrección de enero, Karol Wojtyła pronunció una homilía durante el acto de la colocación de la placa conmemorativa del padre Rafał Kalinowski y del hermano Alberto Chmielowski, en la iglesia de los Carmelitas Descalzos de Cracovia, en la calle Rakowicka. Dijo entonces:
“Roguemos a Dios que a los altares suban los conspiradores, miembros del movimiento clandestino, dado que, en nuestra historia, hemos tenido que ir conquistando la libertad, a través de la ocultación. Pidamos que todos lso conspiradores, héroes de la clandestinidad encuentren en los altares a sus patronos para convertirse en portavoces de la libertad del hombre y de las naciones, o sea, de la cuestión humana que es, a la vez, tan sumamente cristiana, evangélica y, ante todo, divina.”
Tras cada viaje a Roma, Karol Wojtyła, presentaba un informe sobre el progreso de la causa de la beatificación del Padre de los pobres. El 21 de agosto 1967, durante la misa con motivo del 80 aniversario de la toma de hábito de Adam Chmielowski, el futuro Papa dijo, acerca de él:
“No desperdició su talento [ … ]; descubrió una capa más profunda de la verdad, consiguió llegar a un bien mayor; encontró el amor máximo y lo siguió [….]. Procuro aprovechar cada estancia en Roma para apoyar la causa de la beatificación del hermano Alberto […..]; deseamos ofrecer a la Iglesia y a la humanidad un enorme valor”.
Karol Wojtyła volvía constantemente a este tema. Muestra de ello fue la misa por la intención de la beatificación del hermano Alberto, en 1969:
“Cuando viajo a Roma, percibo como está madurando la idea de una Iglesia pobre. Lo noto por la importancia que se les concede en diferentes reuniones, precisamente, a los obispos y episcopados, del llamado tercer mundo, el de los pobres; como se está escuchando su voz y sus problemas que adquieren, cada vez, mayor peso especial […]. La causa de la beatificación no es, podríamos decir, solamente nuestra ambición polaca, sino que es una gran empresa de toda la Iglesia contemporánea que, hoy, en su totalidad, sigue el camino marcado por el hermano Alberto […].
Quisiéramos decir: Padre Santo, aquí, en Polonia, tenemos un hombre que era una viva personificación de la Iglesia de los pobres; una viva encarnación de la cuestión tan importante para toda la Iglesia, para ti mismo. Concédele, a este paisano nuestro, siervo de Dios, al hermano Albert Chmielowski, el título de beato, de santo para que, bajo estas advocaciones, pueda seguir proclamando la gran idea de la Iglesia de los pobres, tanto en nuestra tierra, como en toda la Iglesia universal de Cristo”.
Hoy, cuando el Papa Francisco no cesa de recordarnos la Iglesia de los pobres, es menester añadir que, en Polonia, desde hace más de un siglo, precisamente gracias al hermano Alberto, al obispo Karol Wojtyła y muchos otros ésta no ha sido una verdad olvidada. El autor del Hermano de nuestro Dios según el mismo ha confesado podría hablar continuamente del hermano Alberto… Finalmente, como sabemos, ha sido el propio Juan Pablo II quien ha elevado a los altares al Padre de los pobres…..
Waldemar Smaszcz