Mateo 22, 34-40
El evangelio de hoy continúa ambientado en la polémica… en los versículos anteriores Jesús “había hecho callar a los saduceos”. La tradición sinóptica recoge esta cuestión que le es planteada a Jesús. El relato de Marcos pone la pregunta en labios de un escriba “que no estaba lejos del reino de Dios” (Mc 12, 34); su intención es la de apertura, la de quien quiere aprender del Maestro a quien se dirige, no es prepotente. Sin embargo, en Lucas y Mateo, es resaltada la intención del que pregunta, siempre ligado al grupo de los fariseos… “ponerle a prueba”, todo esto después de que Jesús callase a los que eran de una fracción distinta.
Tantos mandamientos
Con o sin mala intención es notorio que la pregunta no tenía una respuesta evidente. No es una pregunta “tonta”, ni su respuesta una perogrullada. Para entenderlo es necesario ubicarnos en el judaísmo del tiempo de Jesús. No debía ser fácil para un contemporáneo suyo tener una visión clara de lo que constituía el núcleo de su religión. Los sencillos, a quienes más tarde se revelarán los misterios del Reino (Mt 11,25), se sienten perdidos; mientras que los sabios y entendidos, los maestros y doctores de la ley, según sus escuelas, discutían entre ellos paseándose por los seiscientos trece mandamientos, que a su parecer, derivaban de la Ley.
¿Dónde podría estar la mala intención de esta pregunta? ¿En qué consistiría la trampa? No lo sabemos con exactitud. ¿Quizá se le negaba competencia para pronunciarse en estos asuntos a quien era tenido como “el hijo del carpintero”? ¿Se esperaba de él cierta inclinación a lo novedoso o quizás heterodoxo, por lo cual pudieran acusarle ante sus enemigos de irrespetuosidad e incumplimiento de la Ley?
Unidos en dos
Jesús no se hace esperar. Tampoco da respuestas ambiguas. El contenido, nada nuevo: “escucha Israel, el Señor nuestro Dios, es el único Señor. Amarás, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón…”. Todo judío piadoso habría rezado esas mismas palabras al levantarse de su lecho, y no habría vuelto al mismo sin haberlas repetido y habérselas hecho repetir a los suyos. Es lo primero para Jesús. Además está totalmente en la línea de su enseñanza constante (Mt 5, 21-26; 18,35, etc.). Sin embargo, su respuesta no acaba allí. Para el Señor, que es “más que Moisés”, el amor al prójimo es inseparable del amor a Dios. Jesús unifica dos preceptos, que en la Ley, se hallaban separados: el amor a Dios (Deut 6,5) y el amor al prójimo (Lev 19, 18).
La novedad (de Jesús) consiste precisamente en poner “juntos estos dos mandamientos, revelando que son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios”. “el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor” (Papa Francisco, el 26 de octubre 2014).
Inseparables en la vida
Juntando estos preceptos, denuncia Jesús cualquier intento por vivir una religiosidad intimista, que pretenda separar la vida de piedad del servicio a los hermanos, pues en el fondo, ¿Cómo podríamos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a quien si vemos? El apóstol Juan nos llamaría mentirosos (1 Jn 4,20).
La conclusión de Jesús es que de estos dos mandamientos penden, la Ley entera y los Profetas. No se trata, por tanto, de anteponer o establecer distinciones entre los mandamientos que él no vino a cambiar, por el contrario, a darles cumplimiento. Sino que todo lo demás que al hombre le es exigido desde la Ley debe pasar por el amor Dios y al prójimo. De esta forma, el Señor nos muestra el camino. Un principio de unidad ante tanta dispersión legal o ritual.
Don Pedro Antonio Moya Rivera, Madrid