Mateo 25, 1-13
El evangelio según San Mateo fue escrito en un momento de especial tensión escatológica. La espera de un Cristo que tarda, junto a la persecución a la primera comunidad cristiana pudieron ser razones comprensibles para la desesperanza, y esta última, para relajar la observancia de la vida evangélica. El contexto en el que se encuadra la parábola de las diez vírgenes pone claramente la intención: la invitación a vigilar, pues “no sabéis ni el día ni la hora”, reavivando la conversión.
Necesidad de preparación
Para adentrarnos en el sentido de la parábola partiremos del presupuesto de que el reino de los cielos no viene comparado con diez vírgenes, sino con la ya utilizada imagen de la fiesta de bodas. El reino de los cielos es presentado una vez más en un ambiente de alegría, comunión y compartir. Imagen que vuelve a retomar la parábola con la sala del festín donde entrarán las jóvenes sensatas.
Al igual que en la parábola que menciona al “traje de boda”, vuelve a insistir Jesús en la necesidad de “estar preparados” para poder participar del banquete. Dada ya por supuesta la comparación del reino con el banquete de boda, hemos de centrar la atención en esta necesidad de preparación.
Estrechar vínculos de amistad
La parábola nos narra una escena del todo familiar en la preparación de una boda en el medio oriente. Todavía hoy, se juntan las amigas de la novia, a manera de cortejo que hace de séquito y la acompañan, en ese momento tan importante en la vida. En la Galilea de la época de Jesús, sin embargo, las vírgenes debían esperar en la casa de la novia hasta que llegase el novio a por ella. Esta presencia en el lugar y en el momento justo garantizaba la participación en una danza inicial y con ella, la entrada al banquete. Ocasión no solo para acompañar a la amiga, sino para estrechar vínculos, e incluso, mostrar los propios atributos.
Aunque algunos afirman que el número de las vírgenes carece de significado alguno, seguramente ese número redondo, como en la narración de los diez leprosos sanados por Jesús (Lucas 11-19) nos ayuda a identificarnos con esa realidad. Hay mucho de personalidad corporativa en el grupo que bien pudiera representar a una sociedad de sensatos en insensatos, prudentes e imprudentes.
Sensatez en la espera del Señor
El centro de interés de la parábola versa en torno a: el retraso del novio y el sueño que embarga a las que esperan. Donde lo que las hace llevar el calificativo de necias, insensatas o imprudentes, no es el haberse dormido, pues todas se duermen por igual, sino el no ir preparadas para su objetivo, quizá no habiendo previsto el posible retraso del novio y de consecuencia no haberse provisto de suficiente aceite.
Como el ladrón (del capítulo 24), el novio llega de forma inesperada. Se escucha el grito: “que llega el novio, salid a recibirlo”. Momento de avivar las lámparas. Momento de dejar en evidencia la sensatez o insensatez, lo prudente o imprudente, que hemos sido. La negativa de las prudentes a compartir su aceite, no es en modo alguno apología del egoísmo, sino la manifestación de otro rasgo fundamental de esta parábola: esta preparación es personal e insustituible. El que les manden a comprar el aceite a tales horas de la noche, donde evidentemente no lo encontrarían, sirve de ocasión para la ausencia de las imprudentes al momento de la llegada del novio. Mientras van de camino a enmendar su insensatez, llega el novio y se cierra la sala del festín. Ya no hay tiempo.
Hemos de vivir en la esperanza
Nos encontramos en el Domingo XXXII del Tiempo Ordinario. Estamos a dos semanas de la fiesta de Cristo Rey. La liturgia de Palabra de este y los venideros Domingos nos ayudan a fijar la mirada en las realidades últimas sin abandonar nuestras responsabilidades presentes. La seriedad del aquí y el ahora exigen una preparación personal e inaplazable para el momento futuro. Los cristianos de nuestro tiempo hemos de vivir en la esperanza. Curiosamente muchos pueblos bienestantes, con mejores condiciones de vida, parecen haber apagado la llama de la esperanza, mientras quienes son más probados por la dificultad en el momento presente levantan la mirada con la esperanza puesta en la promesa de un cielo nuevo y tierra nueva donde morar. El Papa Francisco nos enseña (el 15 de noviembre, 2015):
La esperanza es la más pequeña de las virtudes, pero la más fuerte. Y nuestra esperanza tiene un rostro: el rostro del Señor resucitado que viene «con poder y gloria», que manifiesta su amor crucificado, transfigurado en la resurrección
Don Pedro Antonio Moya Rivera, Madrid