En casi cuarenta años de bregar en el periodismo sólo dos personas me han dejado una profunda huella. De las demás ni me acuerdo o procuro dejarles condenados en el olvido. Esas dos personas eran por contra muy especiales. Una de ellas era Adolfo Suárez, el otro Juan Pablo II. No tuve ningún trato con ellos. Ni siquiera puedo sentirme digno de su amistad. Los dos llegaron y pasaron por mi vida como una estrella, fugaz, pero con tal intensidad que iluminó mi existir. Además, los dos compartían algo especial. Te miraban como si fueras único, mostrando bien a las claras que realmente le interesabas. Era un sentimiento que percibías como sincero, auténtico. Con el Papa había algo más. En sus gestos, en sus ojos, veías, como al trasluz, la acción de Dios, que actuaba en un alma, forjada en el dolor y en el sufrimiento.
“Queremos obispos católicos”
Mi primer encuentro fue en el año 1982, en el castillo de Javier (fue el 6 de noviembre de 1982). Tenía 24 años y estaba destinado en el Centro Territorial de TVE en Navarra. Fui excluido del amplio dispositivo para seguir el primer viaje del Papa a España. No me importó. Fui como un peregrino más, cobijándome en una gran pancarta que ponía unas letras en polaco. Pregunté qué decía. “Queremos obispos católicos”, me aseguró un joven. “Es un mensaje para el Papa…. Ya sabes, Cirarda, el gudari (José María Cirarda era el arzobispo titular de Pamplona y Tudela). Guardé silencio y me quedé mirando al Castillo de Javier, donde un Cristo llegó a sangrar, en el momento en el que el apóstol de las Indias agonizaba mirando a las costas de China, que era todo su deseo.
La espera en Javier fue, como dije, larga y hacía frío. Nos aglomerábamos mucha gente. Matamos el tiempo escuchando, con los transistores, al Papa desde Loyola, donde a los religiosos pidió fidelidad y ser modelos válidos de vida. Sus palabras hablaban de perdón en una tierra atormentada por el odio y el dolor. Eran los tiempos de plomo.
En aquella espera las palabras del Papa me confortaron:
La violencia no es un medio de construcción. Ofende a Dios, a quien la sufre, y a quien la practica
Todos asentíamos, mientras escuchábamos al Papa. Alguien rompió el silencio con un “qué valiente”, al referirse al Papa.
En Javier apenas le vi, desde lejanía. Un punto blanco en la mole gris del castillo, transformado en Iglesia. Pude escuchar su voz poderosa:
Cristo necesita de vosotros y os llama, para ayudar a millones de hermanos vuestros a ser plenamente hombres y a salvarse. Vivid con esos nobles ideales en vuestra alma y no cedáis a la tentación de ideologías de hedonismo, de odio y de violencia que degradan al hombre. Abrid vuestro corazón a Cristo, a su ley de amor
Nada más marcharse los cielos se abrieron y no paró de llover. Llegamos a Pamplona, calados hasta los huesos, dándole yo vueltas a aquel mensaje…”Obis-pos cato-li-cos” que contrastaba con las palabras del Papa. “La violencia… no es un medio de construcción. Ofende a Dios,… a quien la sufre… y a quien la practica”. Y acogiéndolas, pude al fin dormir.
Una bendición en la nunciatura
El Papa volvió más veces a España, hasta cinco. En el año 1993 vino a Madrid a consagrar la Catedral de la Almudena. Y otra vez fui excluido del dispositivo y no entendí por qué. Pedí al Señor ver al Papa. Lo hice con insistencia, sabiendo que era un imposible. No tenía la dichosa acreditación. Y el Señor me sorprendió una vez más. Una mañana estaba solo en la redacción. “Sal a la nunciatura…”, decía mi jefa fuera de sí. “Unos locos no paran de gritar”. Salí lo más rápido posible. El equipo me esperaba. Y efectivamente, al llegar allí, me encontré con un grupo de jóvenes que no paraban de gritar. “Juan Pablo Segundo, te quiere todo el mundo”, … “Todo el muuuundo”. Cada vez gritaban más. Me acerqué a la valla que rodea la Nunciatura. El cámara me siguió. Y cuando más gritaban los jóvenes, el Papa apareció. Me quedé inmóvil, paralizado. Muy cerca de mí, le pude ver, sin acordarme en ese momento de la insistente petición que había hecho al Señor. El Papa nos miró a todos, con una infinita ternura y nos bendijo, no de una manera rutinaria. No. Lo hizo con un gesto grave, sereno… Yo también me santigüé ante el asombro de mis compañeros y miré al cielo, para agradecer al Señor esta propina. No esperaba la bendición primero del Papa y después su amplia sonrisa. Fueron unos minutos que han llenado mi vida y que nunca olvidaré. La bendición del Papa, en aquella Nunciatura, el lugar, que, según supe más tarde, donde pasaba largas horas de oración ante el sagrario, postrado en el suelo…
No tengáis miedo de hablar de Él
En el año 2003 volvió por última vez esta Papa viajero. Ya no era el mismo que conocí en Javier y en la Nunciatura. Se encontraba enfermo y achacoso, pero sujetaba con firmeza todavía la férula, el báculo rematado en una Cruz, que sólo llevan los Papas. Sólo le quedaban tres viajes más y muy poca vida, pero ahí seguía, dando al mundo un ejemplo de dignidad en su ancianidad.
Recuerdo sus palabras en Cuatro Vientos. Parecen muy actuales:
La espiral de la violencia, el terrorismo y la guerra provoca, todavía en nuestros días, odio y muerte. La paz – lo sabemos – es ante todo un don de lo Alto que debemos pedir con insistencia y que, además, debemos construir entre todos mediante una profunda conversión interior
Me quedaron esas palabras muy grabadas. En aquellos momentos había perdido a mi madre. En lo personal me veía sumido en un doloroso divorcio, otra espiral de violencia, que provoca en las almas heridas profundas y lacerantes. Son guerras silenciosas, que también matan a los hijos:
No tengáis miedo de hablar de Él- afirmaba el Papa- pues Cristo es la respuesta verdadera a todas las preguntas sobre el hombre y su destino
Aquellas palabras fueron como un aldabonazo para mi alma… Quise besar las manos del Papa y llorar, como hizo Niña Pastori, nada más terminar aquel desgarrador Ave María ante millones de personas.
Hasta el cielo
El Papa moriría dos años después, el dos de abril del año 2005, a los 84 años. Me acuerdo muy bien, pues me tocó dar la noticia en el Teletexto de TVE. “El Papa ha muerto”. Fue el breve mensaje que salió al aire, y mientras lo hacía, venía a mí memoria aquel encuentro y aquella bendición en la Nunciatura de Madrid del año 1993. “Hasta el cielo”, repetía en mi interior, mientras tecleaba una información de urgencia sobre aquel Papa venido de un país lejano.
José G. Concepción Blasco, periodista, Madrid