El ministro israelí, Haim Ramon, responsable en nombre de su gobierno de la peregrinación de Juan Pablo II a Tierra Santa, en el año 2000, dijo, tras la visita de este último al Muro de las Lamentaciones, que la nación israelí no podía haber esperado del Papa un gesto más elocuente, de amistad y respeto. Con su actitud, el Pontífice destacó el papel especial del pueblo de Abraham en la historia de la humanidad pero, a la vez, recordó al mundo la enorme tragedia sufrida por esas mismas gentes en el sigo XX.
Juan Pablo II introdujo en una rendija del Muro un trozo de papel con el texto de una oración rezada durante un oficio penitencial el Miércoles de Ceniza del año 2000, en la que se pedía perdón por los pecados de la Iglesia y también se rogaba el perdón por el pecado de antisemitismo.
“Dios de nuestros padres […]. Estamos profundamente entristecidos por el comportamiento de aquellos que, a lo largo de la historia, han causado el sufrimiento de tus hijos. Al pedirte perdón, deseamos comprometernos a una verdadera hermandad con las naciones de la Alianza”
Fue un gesto simbólico de respeto hacia un pueblo que ha sacrificado seis millones de vidas humanas de las que una parte muy significativa, casi la mitad, fueron judíos polacos, o dicho de otro modo, polacos de origen judío.
Si el Papa polaco ha contribuido de forma significativa a la mejora de las relaciones católico-judías se debe a que la Shoah había sido parte de su vida y de la trágica historia de su patria. Sabía que tenía que hacer todo lo posible para evitar que semejante catástrofe se volviese a producir. Sentía que ésta era su misión.
De la tierra del Holocausto
Juan Pablo II repetía, con frecuencia, que la Shoah había sido también su experiencia vital. Conservaba en su memoria la imagen, de antes de la guerra, de los judíos de su pueblo natal, Wadowice, que acudían a la sinagoga. Entre sus compañeras y compañeros del colegio un tercio eran de profesión mosaica. ¿Cuántos de ellos han sobrevivido? El Papa menciona los encuentros con solo uno de ellos, su colega de la escuela, Jurek Kluger, que se salvó como único miembro de toda la familia.
Cuando Karol Wojtyła era obispo de la diócesis de Cracovia, el campo de Auschwitz se encontraba dentro de sus límites. En numerosas ocasiones, el Papa declaró que este lugar “no cesaba de ser una alerta, incluso, hoy”. Recordaba a todos que el antisemitismo y cualquier odio racial y todo desprecio por el hombre, la humillación de su dignidad suponían el aplastamiento de los derechos humanos fundamentales y el origen de conflictos y divisiones.
El Pontificado del avance
Juan Pablo II advertía contra el menosprecio y el olvido o la ignorancia de los crímenes del Holocausto, condenaba el antisemitismo y trabajaba afanosamente en pro del desarrollo del diálogo católico-judío. Éste es necesario, también en el mundo de hoy, para que las emociones negativas, prejuicios y odios, no conduzcan a más dramas y guerras. En Yad Vashem, durante la mencionada visita, el Papa dijo:
“Queremos recordar con un propósito específico, el prevenir la victoria del mal padecido por millones de víctimas inocentes del nazismo”
Con toda seguridad, el Pontífice, a menudo, se preguntaba por qué Dios había permitido que “los hombres a los hombres hubiesen preparado ese destino”. El Santo Padre subrayaba que para evitar el mal había que respetar el lugar de Dios en la vida humana. “¿Cómo pudo el hombre despreciar al otro hasta tal punto? Fue posible porque despreciaba a Dios. Solo una ideología impía podía planificar y llevar a cabo el holocausto de una nación entera” – destacaba el Papa en Yad Vashem. No existe una política sensata sin tener en cuenta el papel de la religión, sin reconocer el valor esencial del diálogo interreligioso.
En nombre del respeto a la verdad histórica, dijo Juan Pablo II en Yad Vashem, es preciso recordar el heroísmo de aquellos que aún con el riesgo de su propia vida salvaban a los judíos. Esas personas son la confirmación de que “incluso en los momentos más oscuros no todas las luces se apagan”. El heroísmo humano es la gloria del espíritu de la persona. Tal vez debería ser la gloria de cualquier religión.
Merece la pena añadir que durante el discurso en la sinagoga de la Ciudad Eterna, en 1986, el Papa habló de la ayuda prestada a los judíos romanos por el Vaticano, las iglesias y los conventos que salvaron la vida de miles de ellos. Mencionemos igualmente que Juan Pablo II pretendía beatificar a Pío XII, explicando ampliamente su papel en la cuestión judía. En 1999 nombró una comisión especial que escudriñó los archivos vaticanos y reflejó el gran compromiso de Pio XII con la causa de la salvación de miles de judíos.
La verdad sobre la Shoah es oscura en su interpretación, sobre todo, por la crueldad de los verdugos pero, también, en cierta medida, por la debilidad de aquellos que cooperaron activamente con ellos en el exterminio del pueblo judío. No obstante, no se puede pasar por alto ni minusvalorar estos rayos de luz que suponía la solidaridad humana y la ayuda prestada; sobre todo, la que suponía el riesgo para la propia vida del salvador.
Una señal para el futuro
Hace unos años, un rabino pronunció, en una universidad de Roma (Angelicum) una ponencia sobre la aportación de Juan Pablo II al desarrollo de las relaciones entre la Iglesia y la sociedad judía; al final de su exposición afirmó que observaba una asimetría entre las mismas, dado que los católicos habían hecho mucho más que los judíos para mejorarlas. Fue muy elocuente la opinión expresada por el rabino. Las razones de esta situación pueden ser varias pero lo que es seguro es que un diálogo constructivo exige un esfuerzo por ambas partes.
En el mencionado discurso en la sinagoga romana, Juan Pablo II demostró que el diálogo y la cooperación entre la Iglesia y los ambientes judíos no pueden valorarse con un medidor escaso, sino que deberían alimentarse con el respeto y el amor fraternal. Ello significa una mutua cordialidad pero, ante todo, supone la aplicación de la ética de la primacía de la verdad sobre las cuestiones debatidas.
En la actual situación de tensión en las relaciones polaco-judías, surgida como consecuencia de la adopción por parte de las autoridades polacas de una enmienda a la ley sobre el Instituto de Memoria Nacional (IPN), que prohíbe el uso de la expresión “campos de concentración polacos” conviene aludir al ejemplo de Juan Pablo II. ¿Por qué? Porque durante su pontificado tampoco faltaron momentos difíciles. Recordemos tan solo: el conflicto sobre el convento Carmelita en Oświęcim o las acusaciones de la “apropiación del Holocausto” durante el proceso de la canonización de Edyta Stein; las negociaciones, cada vez más alargadas, para establecer las relaciones diplomáticas entre Israel y la Santa Sede. El tiempo fluía mientras el diálogo continuaba para el provecho de ambas partes. La verdad no puede ser sometida a la apropiación. No puede ser manipulada para los propósitos actuales sino que ha de constituir un bien común. Una verdad tan trágica como la del Holocausto ha de servir de lección para futuras generaciones.
Indudablemente las investigaciones científicas están al servicio del conocimiento de toda la verdad sobre la Shoah, al igual que las clases de historia impartidas con honradez, programas informativos y educativos que lleguen a amplias masas de la gente en todo el mundo. En este proceso las organizaciones polacas, establecidas en el extranjero, tienen un papel muy importante que jugar.
Indiquemos, a título de ejemplo, que entre los recuerdos regalados a Juan Pablo II y, conservadas hoy en el Centro de su Pontificado en Roma, hay algunos que hablan del drama de la guerra. Demuestran, sin lugar a dudas, quién era el invasor y quién la víctima. Dan testimonio del holocausto de judíos y polacos. Y se guardan en ese lugar no de forma casual, sino por expresa voluntad del Papa que entendía la necesidad de contar esta difícil historia a gentes de todo el mundo. Para evitar la apropiación de la verdad y su falseamiento es menester, también, la movilización de los círculos polacos en el extranjero. Se trata de transmitir la plena verdad sobre la situación de las gentes en aquellos tiempos, sus difíciles decisiones e igualmente sobre el heroísmo de los que salvaban la vida a los judíos. No se pueden olvidar, sin embargo, para la advertencia de generaciones futuras, los tristes casos de colaboración con los nazis. La memoria construida sobre la verdad es nuestro deber para con las víctimas y para con quienes hicieron lo posible para salvar a los demás. Supone la continuación del camino trazado por Juan Pablo II.
Padre Andrzej Dobrzyński