Jn 15,1-8
En estas semanas de Pascua el Señor nos ofrece y nos regala la Buena Noticia con comparaciones, parábolas, alegorías… todo lo que es fácil para que le entendamos y sepamos quién es Él. Hoy nos habla de la alegoría de la vid y los sarmientos. Días atrás nos ha dicho que era el buen Pastor, y hoy nos dice que Él es la Vid, y para que entendamos mejor esta alegoría, nos la explica Él mismo. La vamos a oír en el texto del Evangelio de San Juan, capítulo 15, versículo 1 y 8. La escuchamos con toda atención:
Yo soy la Vid verdadera y mi Padre es el Labrador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he dicho: permaneced en mí y Yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca. Luego lo recogen, lo echan al fuego y arde. Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y se os concederá. En esto es glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos.
Después de escuchar todo lo que Jesús nos dice de cómo es Él, nos ponemos y nos situamos en donde está Jesús en estos momentos. Nos vamos al Cenáculo: Jesús se está despidiendo de sus discípulos, le da pena separase de ellos, y para que no se queden solos les regala la Eucaristía. Y ahora, antes de separarse, para que sepan cómo tienen que vivir su vida con Él, les explica la bellísima alegoría de la vid. Escuchamos a Jesús y le oímos decir: “Mirad, Yo soy la Vid verdadera, una vid ideal, una vid perfecta, que no se consume, que no se pierde, que da fruto. Y mi Padre es el Labrador, el que nos poda, el que nos limpia, el que da y hace que esta vid dé fruto. Pero mirad también: todo sarmiento que no dé fruto, lo quita y lo poda y lo limpia, para que dé más fruto”.
Y viendo que sus discípulos le miraban con interrogación y con congoja, les dice con todo cariño y con todo amor: “No, vosotros estáis ya limpios por la palabra que Yo os he dado, pero tenéis que permanecer en mí, porque si no permanecéis, os vaciaréis, lo pasaréis mal, vuestra vida estará sin fruto y no tendréis nada. Tenéis que estar unidos a mí. Tenéis que estar unidos. Como el sarmiento no puede dar de por sí fruto si no está unido a la vid, así vosotros tenéis que estar unidos a mí”. Y más de una vez les repite: “Yo soy la Vid y vosotros los sarmientos. Si estáis conmigo, si recibís mis palabras, daréis fruto, porque Yo os quiero mucho; igual que el Padre me ha amado a mí, así también os amo Yo. Y antes de irme, quiero que sepáis y que viváis la vida con toda felicidad y que estéis fuertes en la fe y que deis fruto y que podáis comunicar a los demás el gozo de la alegría y el gozo de la felicidad y del amor que Yo os tengo. Pero es que antes os tengo que limpiar, os tengo que podar. Permaneced en mí. Si permanecéis y perseveráis en mí, el fruto que deis será la gloria de mi Padre y será gloria para todos”.
Querido amigo, escuchamos a Jesús con todo cariño y le agradecemos que nos haya dicho esta lección tan fuerte a través de esta alegoría: Jesús quiere que estemos unidos a la vid. ¿Cuál es la vida, cómo es la vida de alguien que no está unido a Él? Una vida vacía, una vida sin ilusión, una vida que no tiene sentido, una vida de inquietud, una vida de no creer, de estar siempre buscando razones; y no, tenemos que estar unidos a la vid. Él quiere que demos fruto y que estemos unidos a Él. Y Él nos cuida y Él nos va a atender y Él nos va a podar y nos va a cortar todos esos sarmientos inútiles, esas fuerzas que salen de nuestro interior y de nuestra vida, que no le dejamos actuar, esas fuerzas que salen, que nos arruinan, que hacen que nos desentendamos de Él; y seremos así sarmientos desgajados de Él, secos, no valdremos para nada sino para ser quemados.
¡Qué preciosa la lección de hoy, Jesús: tengo que estar unida a ti! ¡Y qué feliz se es y qué feliz es la vida cuando estamos en pleno contacto contigo, cuando estamos en tu corazón, y ahí metidos, bebemos esa savia que eres Tú, esa savia que es el amor! Cuando nos quemamos así, cuando estamos ahí enganchados a tu vid, entonces sí que damos fruto, sí que realmente nos llenamos de ti. Yo te pido hoy que esté unida a tu corazón, que entre ahí, porque Tú eres el libro en el que tengo yo que meditar, reflexionar y aprender. Aquí aprenderé a estar unido a ti, aprenderé todas las actitudes tuyas -los valores, las formas de acción, de pensar, de hablar-. Ésa es la verdadera vid, porque Tú eres el asilo de las personas más miserables, como yo. Porque Tú coges siempre lo más miserable y le das vida. Me meteré en el fondo de tu corazón y allí me purificarás, me podarás, me inflamarás, y me acercaré a tu horno, y allí dejaré todo, y Tú cambiarás mis miserias, mis pobrezas en una gran riqueza de amor.
Yo te pido hoy que sepa arrojarme en tu corazón, que sepa estar unido a ti, que sepa pasar mis días llenos de ti. ¡Qué triste es pasar días y días sin ti! Cuando en el fondo piensas y reflexionas estos días, te sientes mal, te sientes pequeña, te sientes vacía y buscas y buscas… Que yo no sepa nunca desengancharme de ti y aprovechar esa savia que nutre, que da fuerza, que eres Tú, Señor. Esta unión contigo sé que es indispensable para dar fruto. Y qué triste es hacer actos, hacer cada día, cumplir mis deberes, hacer todo… pero sin ti. Sin ti será mi vida estéril, triste; y mis talentos, mis comportamientos, mis méritos, todo… serán vacíos porque están desgajados de ti. Quiero estar unido y no seco. Cuántas formas de estar unidas a ti: la Eucaristía, la Palabra… Cómo Tú has dicho más de una vez: “Sin mí no podéis dar fruto. El que no está unido a mí no da nada de fruto”. Y hoy, Señor, me quieres decir tantas cosas… me quieres decir tanto… Hoy, así, escuchándote, te pregunto: “¿Qué quieres? ¿Qué esperas de mí?”. Y entonces oiré: “Que permanezcas en mí para que des fruto”.
Tres verbos se me han quedado profundamente al leer este texto y al oírte a ti, Jesús: permanecer, podar, producir. Tengo que permanecer en ti. Tengo que dejarme podar, porque yo sola no doy buen fruto, porque sin ti no puedo hacer nada. Porque como dice San Pablo en la Carta a los Filipenses: “Todo lo puedo en Aquél que me da fuerza”. Sin Él, ¿qué sería? Porque si estoy unido a ti, vivo mi fe, vivo en el amor. ¡Pódame, Señor, pódame de tantos egoísmos, erradica de mí esas ambiciones, esos orgullos, esas vanidades, esa savia mala, esos brotes que son superfluos y que absorben la savia tuya y que no dan ningún fruto! Tú quieres una vida fiel, una vida llena de ti, una vida ofrecida, pero qué poco trabajo en esto… También me alegra, Señor, que Tú nunca abandonas a tu vid, Tú la cuidas, tu Padre la poda, la cuida.
Pero hoy se me repite mucho: “Permaneced en mí”. Y me quedo con esta frase repetitiva y le doy vueltas y la pienso: “Permaneced en mí… Permanece en mí… Permanece en mí… porque ahí está la felicidad de mi vida, la verdadera alegría interior”. Que yo centre mi vida, que haga mi proyecto contigo, siempre contigo. Ahora recuerdo que Juan Sebastián Bach empezaba siempre y encabezaba sus partituras con las iniciales “J.J.” (Jesu, juva «Jesús, ayúdame»). Hoy te digo también: “Jesús, ayúdame. Pero estate conmigo para que yo florezca, para que dé buen fruto. Y no temas podarme, no temas cortarme y quitarme todo lo que veas. Corta, poda, quema, endereza, refuerza, dispón a tu gusto de este pobre sarmiento que soy yo para que pueda dar fruto de verdad, que es lo que Tú quieres, porque sin ti no puedo hacer nada”.
Me quedo ahí, mirándote y escuchándote y me repites sólo eso: “Permanece en mí, que Yo permanezco en ti… Permanece en mí, que Yo permanezco en ti…”. Que nunca nada ni nadie jamás me separe de ti. Ayúdame en el trabajo de estar siempre unida a ti, porque así seré feliz y haré felices a los demás.
Francisca Sierra Gómez, Celadoras del Reinado del Corazón de Jesús.