Mc 14,12-16.22-26
Celebramos hoy una festividad, un día sumamente grandioso: la Solemnidad del Cuerpo de Cristo. Querido amigo, tú y yo hoy tenemos que centrarnos mucho y meternos en el corazón de Dios. El evangelista Marcos nos ofrece el relato de cómo Jesús instituyó la Eucaristía en su primer día de Jueves Santo, cómo reunió a los discípulos, prepararon la cena, y nos dejó la maravilla de su amor, la invención de su amor: la Eucaristía. Vamos a escuchar el relato que nos dice Marcos en el capítulo 14, versículo 12-16 y del 22 al 26. Sumamente centrados, nos metemos en esta escena y escuchamos todo lo que ocurre en este momento tan importante para Jesús y para cada uno de nosotros:
El primer día de los ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, le dijeron sus discípulos: “¿Dónde quieres que vayamos y preparemos para que comas la Pascua?”. Envió entonces a dos de sus discípulos y les dijo: “Id a la ciudad y os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Seguidle y donde entre, decid al dueño de la casa: «El Maestro pregunta “¿Dónde está mi sala en que coma la Pascua con mis discípulos?”. Él os mostrará una sala grande en el piso de arriba, alfombrada y dispuesta. Preparad allí para nosotros». Salieron los discípulos y llegaron a la ciudad y encontraron como les había dicho, y prepararon la Pascua. Mientras cenaban, tomó pan, y dicha la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: “Tomad, esto es mi cuerpo”. Tomando luego el cáliz, dio gracias, se lo dio y bebieron todos de él, y les dijo: “Ésta es mi sangre de la nueva alianza, que será derramada por muchos. Os lo aseguro: ya no beberé del fruto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios”. Y recitado el himno, salieron hacia el Monte de los Olivos.
Después de escuchar esta narración y de oír a Jesús: “Tomad y comed, éste es mi cuerpo. Tomad y bebed, ésta es mi sangre”, después de oírle cómo pronuncia la acción de gracias y cómo nos da a comer y a beber su carne, entro en un profundo encuentro contigo, Señor, y descubro cómo Tú no puedes contener el fuego del amor que tienes por tus discípulos y por cada uno de nosotros. Cómo te consume ese amor e inventas esta maravilla que es la Eucaristía para quedarte siempre con nosotros en ese recinto sagrado que es el sagrario, para ser alimento nuestro, para darnos a comer cada día tu cuerpo y tu sangre, para darnos vida, darnos fuerza, para ser el remedio de tantas necesidades como tenemos. En este momento profundo, oyéndote a ti, entro en adoración, entro en profundo silencio y me dejo absorber por el amor de Dios, por el amor de Jesús, que se da enteramente a mí. Sobran las palabras…
Es un día muy grande: la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y lo recordamos desde muy pequeñitos, en esas procesiones solemnes, en ese olor a incienso, a romero, a tomillo; en ese estar Tú por las calles diciendo “que soy Yo, que os amo, que os doy lo que soy, que me preocupo de vosotros, que soy el Sacramento de tu vida”. Hoy también este encuentro me lleva a pensar mucho en mis eucaristías, en cómo las vivo, de qué me alimento, en qué cifro mi vida, en qué cojo y vivo todos mis encuentros, de qué me nutro en esta realidad de mi vida interior, cómo comparto este pan, cómo celebro mis eucaristías. Y dentro de la adoración, entro en una pobreza absoluta viendo lo grande que eres y lo pobre que soy yo. Y entro también a darme cuenta de cómo te das. No puedo menos de, en adoración, quedarme ahí, y decirte: “Señor mío y Dios mío: te adoro, te ofrezco mi vida, te pido perdón por todo. Y decirte: Cuerpo de Cristo y sangre de Cristo, alimentadme y embriagadme y encendedme en la hoguera de vuestro amor, abrasadme en esta toda mi pobreza, enamoradme y salpicadme de vuestro amor y de vuestra belleza. En una palabra: llenarme de ti”.
Hoy es un encuentro de silencio, de amor, de darme cuenta del amor infinito y de alimentarme de ese cuerpo de Jesús que apaga todos mis momentos de sed y que es el encuentro de toda mi felicidad. Metámonos en el corazón de Dios, pensemos qué amor tendría para instituir la Eucaristía, qué ganas de alimentarnos, qué ganas de quedarse con nosotros día y noche, qué ganas de robustecernos, de consolarnos… Y a tanto amor, ¿cómo respondo?, ¿cómo respondemos?, ¿qué hacemos?… ¿qué hacemos? ¡Qué sentimientos tendrías, Señor! Cómo recuerdo cuando leo los textos de la Biblia, cómo recuerdo lo que nos dice que David y todo su pueblo de Israel danzaba ante el Señor, cantando con cítaras, arpas, címbalos, en ese Libro Segundo de Samuel. Cómo interiormente… la adoración, la música, el canto, la danza, todo lo que pueda expresar mi amor es para ti. Cómo puedo darme cuenta y cómo “procesiono” yo a ese Jesús cada vez que le recibo, cómo le llevo a la calle, qué hago, qué compromisos tengo, qué es lo que hago en mi vida.
Esta fiesta también me lleva a pensar en la soledad del sagrario, en la soledad que te quedas ahí día y noche, y que estás ahí para amarme, que me esperas, que quieres que te cuente mi vida, que quieres que te cuente todo lo que me preocupa, que estás esperando que me acerque, que te sonría, que te diga algo. ¡Cuántos ratos de soledad y cuánto, Jesús, estoy en mí misma sin darme cuenta de que estás ahí y que estás conmigo! Quiero decirte, con todo mi amor… y quiero escuchar de ti todo lo que quieres darme. Siento que me dices: “Toma mi alma, que te quiero santificar, que quiero que lo que hagas tenga vida, sea santo, sea mío. Toma mi cuerpo, mis llagas, mi corazón, mi costado, mi lanzada, tómala; quiero salvarte de tus peligros, de tus dudas, de tu falta de fe. Toma mi sangre porque te quiero embriagar, te quiero dar esa fuerza que no tienes, te quiero dar esa vida que no tienes. Toma mi agua de mi costado, porque quiero lavarte todo eso que tú sabes y que Yo sé, que sólo lo puedo lavar y que sólo lo puedo purificar con el agua de mi amor. Toma mi Pasión para cuando estés mal, cuando te sientas sola sufriendo, para que te sientas confortada”. Sí, Jesús, gracias, gracias… Yo te digo: “Oh, buen Jesús, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. Y no permitas que me aparte de ti. De los malos momentos, de los que no son tuyos, defiéndeme. Y en la hora de mi muerte, llámame y mándame ir a ti, para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos”.
Querido amigo, este encuentro es sumamente de adoración, sumamente de estar ahí adorando… sintiendo… absorbiendo el amor de Dios, el amor de Jesús hecho pan para alimentarme y hecho sangre para darme vida. Quédate conmigo en silencio, quieto, hasta que nos dejemos abrasar y quemar en el sol del amor de Dios. Y al terminar, postrados ante el Señor, cantándole, adorándole, diciendo que mis ojos vean, mi lengua cante, todo mi ser proclame la grandeza tuya, le digamos: “Toma, Señor, y recibe todo lo que tengo: mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, toda mi voluntad. Es lo que tengo, es mi poseer, Tú me lo has dado y a ti te lo quiero volver a dar. Todo es tuyo. Dispón como quieras de mí, pero dame tu amor y tu gracia, que ésta me basta. Quiero decirte también, Señor, y pedirte que sepa adorarte, que sepa comerte, que sepa absorberte, que sepa llevarte todos los días en mi corazón, después de haberme alimentado de ti, al mundo que me rodea. Y que no adore a nadie, nadamás que a ti”.
Francisca Sierra Gómez, Celadoras del Reinado del Corazón de Jesús