Querido amigo: Hoy en nuestro encuentro nos valemos de esta escena —una escena campestre— donde Jesús, le vemos que ha salido de la casa de Pedro, se va a orillas del mar, se sienta, y allí les habla a sus discípulos en parábolas: les explica en qué consiste el Reino de Dios. Jesus decía Mc 4,26-34):
El Reino de Dios viene a ser como un hombre que echa semillas sobre la tierra, y duerma o vele, noche y día, la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma da el fruto: primero la hierba, después la espiga y finalmente el grano maduro en la espiga; y cuando el fruto está a punto, enseguida mete la hoz porque es la hora de la siega”. Y decía: “¿A qué asemejaremos el Reino de Dios o con
qué parábola lo compararemos? Es como un grano de mostaza, que cuando se siembra en tierra es la más pequeña de las semillas de la tierra, pero una vez sembrado, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes, que a su sombra pueden anidar las aves del cielo.
Con muchas parábolas semejantes les anunciaba la palabra según podían comprenderlas, y no les hablaba sin parábolas. Pero a sus discípulos les explicaba todo aparte. Tú y yo nos ponemos también junto a Jesús, en medio de esos discípulos y de esa gente que está escuchándole, y le oímos decir que el Reino de Dios se parece a un hombre que echa simiente en la tierra, la deja crecer, duerme de noche, se levanta… y la semilla va germinando y creciendo sin que él se dé cuenta. Y la tierra va produciendo su cosecha: despuntan los tallos, la espiga, el fruto… Y lo mismo ocurre con el grano de mostaza: una semilla incipiente, pequeñita, pero que luego se hace un arbusto grande y florido.
Pero ¿qué nos quiere decir a ti y a mí estas dos parábolas, la de la semilla y la mostaza? Que Jesús, el Reino, Él no actúa de una manera espectacular, que es una semilla insignificante, pero llena de vigor interior… y crece y da fruto. A Él no le gusta lo espectacular, lo ruidoso; trabaja en lo sencillo, en lo cotidiano, en el día a día, en el hora a hora, en el levantarme, en el acostarme… Es así. Luego se convierte en un árbol importante, pero Él es así: lo insignificante, lo humilde, como la Virgen, así, humilde y pobre, pero luego fecunda y llena de bienes.
Otra lección que me da el Señor y nos da es que los métodos espectaculares tampoco le gustan. Seguimos diciendo que le gusta lo interior, el silencio, la profundidad, el no notar, el no sobresalir. Brillaremos por nuestro testimonio, brillaremos sin nada espectacular. Y otra lección también que haciendo oración este encuentro contigo, Jesús, me quieres decir: que no me crea nunca protagonista de nada, y que descubra y te agradezca la fuerza interior que me ayuda a crecer en ti. Pero que tampoco pierda el ánimo, que no quiera rápidamente el fruto, que no quiera un método rápido, sino que espere a que esa humilde semilla sepultada en la tierra dé fruto. Quieres que colabore, quieres que esté contigo, que sea fermento, que sea luz, que sea sal, que dé sabor, que dé fruto, pero ahí, en el interior, sin notar.
El sembrador eres Tú y Tú haces germinar, brotar y crecer. Una gran llamada a la humildad, una gran llamada a la paciencia, una gran llamada a no ser perezoso, a contribuir, a colaborar en este plan que Tú tienes conmigo en mi vida. Tú harás que germinemos, Tú harás que
demos fruto. Muchas veces, Jesús, queremos todo rápido y sembramos, pero deprisa, y a veces caemos en el desánimo, no vemos el fruto. Qué razón tienen esas palabras:
Uno es el que siembra y otro es el que siega, y el fruto es tuyo… Y esa Carta a los
Corintios que dice: «Yo planté, Apolo regó, mas fue Dios quien dio el crecimiento».
De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios el que hace crecer. Este encuentro es una llamada a la reflexión y un entrar en mi interior y darme cuenta de qué hago con esa semilla, cómo va…, colaboro o no colaboro. Y quiero ser una persona que esté contigo en contacto para que dé fruto. Quiero conservar guardado en mi corazón ese regalo de la semilla que Tú me das. Y también me doy cuenta de que a veces ni me entero siquiera de que estás en mi interior, ni cuido tu palabra, ni cuido tu vida y ni cuido tu siembra. Quiero defender esa semilla y quiero sembrarla para que dé fruto en los demás.
A ti y a mí, amigo, amigo mío, Jesús nos entrega el Reino de Dios, el Reino de los Cielos, como una semilla que tenemos que sembrar. Pero esa semilla necesita una fuerza interior que eres Tú y Tú harás crecer a un ritmo… lentamente… pero la harás crecer. Haz, Jesús, que nunca pierda el amor, la ilusión, el interés y esa fuerza interior.
Gracias, Jesús, por darme esa semilla. Gracias, Jesús, por hacer que yo tenga ese compromiso y esa decisión fuerte de cuidarla. Ya veré, cuando Tú quieras, el tallo, la espiga, el fruto. Pero que no olvide nunca que Tú eres una semilla humilde, pequeña, pero extraordinaria, y que tienes el ritmo de tu propio desarrollo. No inquietarme, aunque parezca que no hago nada, que no germina mi vida, que no produce frutos. Quiero ser humilde, y quiero estar ahí dándome cuenta de que Tú estás sembrando toda tu fuerza interior en mí. Hoy en este encuentro te escucho, Señor, escucho estas dos parábolas que me dices y pienso… y agradezco… y me comprometo… y me humillo… ¡y me lleno de confianza! Agradezco que Tú germines en mi vida. Agradezco que Tú seas el Sembrador.
Te pido paciencia para no intranquilizarme en el camino que Tú quieras, fuerza para sembrar el amor, la ilusión; fuerza para no ser perezoso; fuerza para ser humilde; fuerza para no exigir frutos a corto plazo; fuerza para entender tu trabajo, y también ilusión para sembrarte por donde vaya. Tú te encargarás de lo demás. Dame esa fuerza y esa alegría, y que yo no pregunte nunca ni cómo, ni cuándo, ni dónde. Que no me desanime, que trabaje, que agradezca, que me ilusione.
¡Gracias, Jesús, por estar en mi corazón, gracias por estar en mí! Ayúdame en la medida que pueda a colaborar y a hacer crecer tu vida en mí. Algún día veré la semilla, algún día veré el fruto, algún día veré el grano. Ayúdame, Señor, para ser evangelizador y para darme cuenta de que Tú estás en mí con una fuerza interior que mueve todo. Que mi vida sea un testimonio y que nunca me canse de colaborar contigo, con un estilo poco aparente, pero que sea fermento en la masa, que sea luz, que sea sal para que Tú produzcas y tengas fruto en mí y en todas las personas que yo trate de darte a conocer. Gracias, Señor, hazme humilde, hazme paciente y hazme con una fuerza grande de ilusión para sembrarte donde yo vaya y donde yo esté.
Y tú, Madre mía, que precisamente por tu humildad y por tu pobreza fuiste tan fecunda, ayúdame también a ser humilde, a ser pobre y a saber fecundar y a saber colaborar con la semilla del amor de Jesús en mí. Me quedo escuchando y pienso esta parábola. Parecen unas parábolas normales, pero que reflexionadas dicen mucho en mi vida. Me quedo escuchándote, pero pensando… esa semilla que Tú me das… qué hago con ella… la dejo crecer… cómo colaboro… Y te agradezco el que Tú estés en mí dándome vida, fuerza e ilusión.
¡Gracias, Señor!
Francisca Sierra Gómez, Celadoras del Reinado del Corazón de Jesús