“Testigo de la esperanza” de George Weigl es, no sólo el título de una amplia biografía sobre Juan Pablo II, sino también un acertado resumen de la vida del Santo Padre. Él mismo utilizó esta expresión durante el discurso, pronunciado en la sede de la ONU, en 1995, al decir: “Estoy aquí, ante Ustedes, como un testigo […], testigo de la esperanza, de la convicción de que el destino de cada nación está en manos de la Providencia misericordiosa”. La esperanza es un importante mensaje legado por Juan Pablo II a la Iglesia y a la humanidad. Es una esperanza de una vida digna del hombre y de un mundo más humano. Es, igualmente, una esperanza cristiana de conversión y de salvación, asociada, tanto con la divina Providencia que guía el destino de la humanidad, como con la divina misericordia en la que confiamos. El Papa Juan Pablo II estaba convencido de que el mundo sería más humano en cuanto el mundo se volviera más divino, más de Cristo. Esta convicción suya surgió de la experiencia de los dramas que trajo consigo el siglo XX y de los que él fue testigo.
Sobrevivió para ser testigo del bien
Karol Wojtyla nació durante la guerra polaco-bolchevique. Al referirse a una reciente visita al cementerio militar de Radzymin, el 15 de agsto de 1999, dijo: “Siempre tengo presente en mi mente que habría pasado si no fuese por ese Radzymin, ese Milagro en el Vístula. Ese acontecimiento, esa fecha están profundamente inscritos en mi historia personal, en la historia de todos nosotros”. El Papa consideraba que su adolescencia, en una patria independiente, era fruto del sacrificio de sus compatriotas y del coraje de los soldados en 1920, al igual, que de la intervención de la divina Providencia. Del mismo modo, la decisión del sacerdocio maduró en él en relación con la experiencia de la atrocidad de la ocupación nazi. “Ante la propagación del mal y de los horrores de la guerra, el sentido de sacerdocio y su misión en el mundo se hizo sumamente transparente y legible para mi”, confesó Juan Pablo II en su libro “Don y misterio”. Era consciente de que había sobrevivido para dirigir su vida y la de los demás hacia el bien “en el contexto del enorme mal” que trajo el siglo XX. Fue fiel a esta idea durante su servicio en la Polonia comunista, sosteniendo la fe de la gente sometida a la ideología del ateismo. De la misma manera, durante su pontificado, como Papa, llevaba la esperanza a los pueblos oprimidos, a un mundo amenazado por la Guerra Fría y por el holocausto nuclear. Exigía la presencia de una dimensión espiritual y moral en las sociedades del bienestar material, en las que se hacían cada vez más patentes las señales de la propagación de la civilización de la muerte, de la exlusión del “banquete de la vida” de los más débiles, de los no nacidos y de las personas en edad avnzada. El Papa enseñaba que, en cada situación, la medida establecida para cualquier manifestación del mal es el bien, confirmado finalmente por la muerte y por la resurrección de Cristo. Insistía en que uno siempre debía referirse al bien, buscando multiplicarlo. Mostraba que seguir a Cristo significa “cruzar el umbral de la esperanza”, es decir, ampliar el espacio del bien en la vida de cada persona, del mundo y de la Iglesia. Percibía el tercer milenio como una llamada a la esperanza, una oportunidad de cambio del pasado para construir un mundo que sería el hogar de todos.
Umbral de milenios y el poder salvífico del Evangelio
Juan Pablo II sabía que la historia del siglo XX marcada por guerras, divisiones, totalitarismos, dudas y desesperaciones de muchas personas, por las ideologías de engaño, por la deificación de dinero, poder y egoísmo, no podía convertirse en una losa para el futuro. En su encíclica Dominum et Vificantem o, en la carta apostólica, Tertium Millenio adveniente, Karol Wojtyla definió meticulosamente las áreas de multiplicación del bien y del aumento de la esperanza; creó un programa, a largo plazo, de los preparativos para el Gran Jubileo del año 2000 y, al mismo tiempo, indicó el curso de acción en el tercer milenio. La historia humana no es solo un reloj de la historia o unas hojas de calendario llenas de nombres y eventos; es un escenario en el que la vida continúa, donde el bien lucha con el mal, el pecado con la gracia y, en medio de ello, se forja el futuro. Juan Pablo II señalaba el “poder salvífico del Evangelio ”que permite cruzar el umbral de la esperanza” porque Cristo está con nosotros. Para no tropezar con el umbral de las épocas es preciso hacer un examen de conciencia, variar la jerarquía de valores existente para que aumente el bien. El Papa explicaba que la aceptación de los mandatos del Evangelio significa “reconocer la humanidad”, percibir su belleza y, a la vez, su debilidad a la luz del poder de Dios. Lo subrayó, también, en su libro “Cruzar el umbral de la esperanza”. Y, en la carta apostólica Novo Millennio Ineunte, al resumir el Jubileo, trazó la imagen del milenio entrante como un gran océano, hacia el cual debemos navegar contando con la ayuda de Dios y con el poder del Espíritu Santo que nos refuerza con una esperanza infalible.
El centenario, no solo un aniversario sino una oportunidad
Celebramos el centenario de Juan Pablo II en medio de la pandemia. Por esa razón, muchas celebraciones han tenido que ser aplazadas. El coronavirus nos ha recordado lo frágil que es la vida humana. Miramos el futuro con ansiedad, temiendo las consecuencias de la crisis económica que se avecina. Sin embargo, el centenario celebrado en estas precisas circunstancias puede ayudar a centrar más la esperanza en el mensaje de la esperanza que nos dejó Juan Pablo II. Desde su nacimiento y, a lo largo de su vida, a pesar de las contrariedades y acontecimientos trágicos, fue testigo de la esperanza de la victoria del bien. Y es tanto más testigo en cuanto más continuadores de su misión hay. El testigo de la esperanza no es un sembrador del optimismo barato, sino un guardián de la fe que, como el fuego, consume el mal y el sufrimiento. Son necesarios tales testigos, tanto más cuantas más manifestaciones de la banalización del mal, de la huida ante el sufrimiento o, ejemplos de la desesperación, nos rodeen. Merece la pena dedicar los esfuerzos a esa tarea y creer en la ayuda de Dios. Y, para terminar, conviene citar la declaración del Santo Padre de su libro “Memoria e identidad”, cuando afirma que gracias a la fe en Cristo podemos abrir la puerta a la esperanza en cualquier situación. “Vivo con la convicción de que todo lo que digo y hago, en relación con mi vocación, misión y servicio, está sucediendo algo que no es solo mi iniciativa […]. ¿Aprenderán las personas de las lecciones dramáticas que la historia les dio? […]. El creyente sabe que la presencia del mal siempre va acompañada de la presencia del bien y de la gracia. No hay mal del que Dios no pueda derivar un bien mayor. No hay sufrimiento del que Dios no pueda hacer un camino que lleva hacia Él”.
Andrzej Dobrzyński