De todos los misterios de nuestra fe que celebramos durante el tiempo de Pascua, la importancia de la Ascensión es quizás la más difícil de entender. No es difícil entender por qué Jesús tuvo que resucitar después de su crucifixión, o por qué celebramos el nacimiento de la Iglesia y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés. Pero, ¿por qué el hecho de que Jesús deje a sus discípulos y se vaya al cielo no sólo es importante, sino que es motivo de celebración?
Los Padres de la Iglesia pueden ayudarnos en este punto. Muchos de ellos enseñaron que la Ascensión sólo puede entenderse junto con nuestra creencia en el Cuerpo Místico de Cristo. Dado que todos formamos parte del Cuerpo de Cristo por nuestro bautismo, cuando Jesús ascendió en cuerpo y alma al cielo, en cierto sentido, ascendimos con Él. Su ascensión sirve como una especie de promesa y prenda de que hay un lugar para nosotros en el cielo; que es allí donde pertenecemos. Es a la vez una prefiguración y un cumplimiento del destino celestial de la humanidad. Una prefiguración, porque los que estamos en la tierra aún no hemos entrado en la gloria celestial; un cumplimiento, porque en Cristo, la raza humana ha atravesado las puertas celestiales y se sienta en la gloria a la derecha de Dios. Como dice San Agustín, «así como él permaneció con nosotros incluso después de su ascensión, así también nosotros estamos ya en el cielo con él, aunque lo prometido no se haya cumplido todavía en nuestros cuerpos.»
Celebremos, pues, con alegría la Ascensión de Jesús, porque es prenda de nuestra salvación: mientras permanezcamos unidos a Cristo, nuestra cabeza, nosotros, su cuerpo, no podemos tener otro destino. Si permanecemos en Cristo, compartiremos su gloria, reinando con Él por toda la eternidad.
Quisiera terminar con las elocuentes palabras de San León Magno: «aquella bendita compañía [los presentes en la Ascensión] tuvo un gran e inexpresable motivo de alegría al ver que la naturaleza del hombre se elevaba por encima de la dignidad de toda la creación celestial, por encima de las filas de los ángeles, por encima de la excelsa condición de los arcángeles. Tampoco habría límite a su curso ascendente hasta que la humanidad fuera admitida a un asiento a la derecha del Padre eterno, para ser entronizada por fin en la gloria de aquel con cuya naturaleza estaba desposada en la persona del Hijo».
Cristo ha resucitado y ha subido al cielo, ¡aleluya!
Andrew Sheedy – Seminario San José, Edmonton, Alberta