En la segunda lectura de la liturgia de la Palabra de Dios de hoy, el libro del Apocalipsis nos presenta la imagen de “una gran multitud que nadie podía contar, de todas las naciones y de todas las generaciones, pueblos y lenguas”. El autor inspirado explica que se trata de aquellos “que vienen de la gran tribulación”. Están vestidos de blanco porque “los han blanqueado en la sangre del Cordero”, es decir, han unido sus sufrimientos al sacrificio de Jesús. También se muestra su recompensa. Los mártires están ante el trono del Cordero, adorándolo. Jesús, el Salvador, es su pastor, los conduce a las “fuentes de las aguas de la vida” y “enjugará toda lágrima de sus ojos”.
El Apocalipsis muestra a los mártires como personas que se salvan gracias al testimonio de sus vidas. En griego, la palabra “mártir” significa “testigo”. Probablemente no sea una coincidencia que esta palabra fuera utilizada por los primeros cristianos para describir a las personas que dieron su vida en nombre de la fidelidad a la fe profesada. No tenían que hacerlo, eran libres. Podrían haber evitado la consecuencia extrema de perder la vida por diversos medios. Al fin y al cabo –así podría explicarse– la aspersión de incienso ante la imagen del César no es más que un insignificante gesto externo. Y sin embargo, por un acto de libre elección, optaron por perseverar en la fidelidad a la verdad que habían llegado a conocer y reconocer hasta el final.
El testimonio de los mártires muestra el importante papel de los valores y las normas morales en la vida de las personas. El Papa Juan Pablo II escribió sobre esto en su encíclica “Veritatis splendor”. Los mártires dieron su vida con la convicción de que la fe, la conciencia y la verdad no pueden ser traicionadas. “El martirio rechaza como ilusorias y falsas todas las ‘explicaciones humanas’ con las que se ha intentado justificar –incluso en circunstancias ‘excepcionales’– actos intrínsecamente malos desde el punto de vista moral” (n. 92).
El martirio es un acto heroico que arroja luz sobre el comportamiento moral de las personas. La traición es la traición y la virtud es la virtud. Afirma que no se puede ser auténticamente libre al margen de la verdad contenida en los mandamientos de Dios. Los mártires nos enseñan a no separar la fe profesada de la conducta cotidiana, de la moral, “para que la cruz de Cristo no pierda su eficacia” (1 Cor 1,17).
Los mártires, que “blanquearon sus vestidos con la sangre del Cordero”, es decir, dieron su vida por la fidelidad a Cristo, nos llaman al “martirio blanco”, es decir, a la fidelidad a la verdad de la fe y a los mandamientos de Dios a pesar de las dificultades, los peligros o los sacrificios necesarios. Originalmente, el concepto de “martirio blanco” se asociaba a una vida de hermetismo y ascetismo, llena de mortificaciones.
En una época de relativismo moral generalizado, la fidelidad a las exigencias del Evangelio implica un esfuerzo por vivir la propia fe de palabra y de obra, una voluntad de llevar la propia cruz diaria y dar así un testimonio claro ante Dios, la conciencia y los hombres.
Si se asume que el martirio es sólo “el acto desesperado de algunos fanáticos religiosos”, sus acciones y su sacrificio siguen siendo incomprensibles. Desgraciadamente, muchos se sienten así porque tratan los asuntos de la fe como algo secundario o insignificante en sus vidas, en las que, de hecho, la diferencia entre la traición y la virtud es difusa, todo depende de las circunstancias y del punto de vista.
Los mártires, que en el cielo han blanqueado sus ropas en la sangre del Cordero, nos muestran que no debemos “blanquear” en la tierra el mal comportamiento con explicaciones torcidas. Nos enseñan, pues, no sólo la capacidad de sacrificio, sino sobre todo la honestidad ante Dios y ante nuestra propia conciencia, y nos muestran la fuerza interior para dar testimonio ante el mundo.
El recuerdo de quienes sacrificaron sus sufrimientos y sus vidas en aras de la fidelidad a Dios y en defensa de la dignidad humana, debe ayudarnos no sólo a tener una visión integral de la fe, sino también a reforzar en nosotros el hecho de que en nuestra vida cotidiana nos guiamos por un código moral claro, en el que la verdad es siempre verdad, el bien es siempre bueno y el mal es siempre malo.
Don Andrzej Dobrzyński
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