Durante su última estancia en el Policlínico Agostino Gemelli de Roma, del 24 de febrero al 13 de marzo de 2005, Juan Pablo II recibió el primer ejemplar de su última obra, recién publicada, titulada Memoria e identidad. Conversaciones al filo de dos milenios (La Esfera de los Libros, Madrid 2005). Esta obra consta de cinco capítulos y veinticinco números. El último número, el vigésimo sexto, que trata del atentado contra el Papa del 13 de mayo de 1981, concluye el libro.
El vigésimo cuarto número lleva el inusual título de “La memoria maternal de la Iglesia”. Como es sabido, la memoria de la Iglesia, transmitida de generación en generación, se refiere principalmente a la Santísima Trinidad y a su designio salvífico para la humanidad. Se refiere, pues, a Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra, a su Hijo unigénito encarnado Jesucristo y a su obra de salvación y redención, y al Espíritu Santo, que con su poder santificador conduce a la Iglesia al cumplimiento de la esperanza en la consecución de la felicidad eterna. Este recuerdo de la Iglesia se expresa tanto en el Credo Apostólico como en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano.
Refiriéndose a las palabras de San Lucas en su Evangelio: “[María] su madre conservaba todo esto en su corazón” (Lc. 2,51), Juan Pablo II señaló en primer lugar la memoria de María misma como fuente de la fe de la Iglesia. De hecho, escribió: “La memoria de María es una fuente de singular importancia para conocer a Jesús, una fuente incomparable. Ella no es sólo testigo del misterio de la Encarnación, al que ha prestado conscientemente su colaboración, […] María estaba presente en su Ascensión al cielo, junto con los Apóstoles en el Cenáculo en espera de la venida del Espíritu Santo y fue testigo del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés” (pp. 182-183).
La memoria de María, que la Iglesia vive, es al mismo tiempo sumamente importante para la propia Iglesia. Porque es sobre esta memoria que construye su identidad; además, es esta memoria la que se convierte, por así decirlo, en típica de sí misma. Como escribe Juan Pablo II, “esta memoria maternal de María es de suma importancia para la identidad humano-divina de la Iglesia. Se puede decir que la memoria del nuevo Pueblo de Dios la ha tomado de la memoria de María, reviviendo en la celebración eucarística los acontecimientos y las enseñanzas de Cristo, oídos también de labios de su Madre. Por lo demás, la Iglesia es madre que recuerda. En gran medida, la Iglesia custodia lo que vivía en los recuerdos de María” (p. 183).
En el cumplimiento de su misión en el mundo, la Iglesia –junto a la memoria de Cristo– conserva y proclama también la memoria del hombre. Porque, como se lee en el libro Memoria e identidad, “la Iglesia conserva la memoria de la historia del hombre desde sus comienzos: de su creación, de su vocación, de su elevación y de su caída. En este marco esencial discurre toda la historia del hombre, que es la historia de la Redención. La Iglesia es la madre que, a semejanza de María, guarda en su corazón la historia de sus hijos, haciendo propios todos los problemas que les atañen. Esta verdad ha tenido gran eco en el Gran Jubileo del año 2000. La Iglesia lo vivió como jubileo del nacimiento de Jesucristo, pero a la vez como jubileo del origen del hombre, de la aparición del hombre en el cosmos, de su elevación, y de su vocación. La Constitución Pastoral Gaudium et spes dijo certeramente que el misterio del hombre se revela plenamente sólo en Cristo: […] Y esto tiene que ver con la memoria. La memoria de María y la de la Iglesia sirven, una vez más, para hacer que el hombre encuentre su identidad al filo de los dos milenios” (pp. 186-187).
Fue este mensaje de la memoria de la Iglesia como madre, enraizado en la memoria de María de la obra salvadora de su Hijo Jesucristo, el que Juan Pablo II afirmó personalmente en el Policlínico Gemelli. Poco después de su traqueotomía, teniendo, por así decirlo, el libro Memoria e identidad a su lado, escribió en un papel que se le entregó: “¡Qué me han hecho! Pero. Totus Tuus”. Había en esta nota tanto una queja por su destino, marcado por el sufrimiento y la enfermedad, como un acuerdo de San Pablo para completar, en el espíritu de la Virgen, “lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia” (Col. 1,24).
En mi más profunda convicción, la principal tarea de la Fundación de Juan Pablo II debe verse en este evento. Por el fiel recuerdo de su santo Patrón, debe inscribirse en la gran historia de la memoria de la Iglesia, que él enseñó y exigió, entre otras cosas, en su libro Memoria e identidad.
Esta historia del recuerdo incluye, en primer lugar, el recuerdo de Jesucristo, único Redentor del hombre, cuya fuerza salvadora debe abrir de par en par las puertas y “los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo”, como gritó Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro el 22 de octubre de 1978, al comienzo mismo de su largo pontificado. No se puede entender su ministerio petrino sin su característica, apasionada, valiente y al mismo tiempo humilde predicación de Cristo en todos los areópagos del mundo. Mostrar precisamente este rasgo de la actividad de San Juan Pablo II el Grande parece ser una tarea sumamente importante para la Fundación.
La memoria de la Iglesia también se refiere a la verdad sobre el hombre. La antropología de Karol Wojtyła/Juan Pablo II, contenida primero en obras como Amor y responsabilidad y Persona y acción, y luego desarrollada y profundizada por él en sus numerosas encíclicas, cartas y exhortaciones apostólicas, se inscribe también en esta verdad. La gran tarea de la Fundación es analizar los diversos elementos de la antropología de Wojtyła y demostrar con audacia su imperecedera relevancia, especialmente en relación con cuestiones como la verdad, la conciencia, la libertad, la responsabilidad, la justicia y la solidaridad, así como el amor en sus más variadas formas: el amor conyugal, marital, familiar, social y nacional.
La memoria de la Iglesia es una memoria mariana. En su libro Memoria e identidad, Juan Pablo II escribió: “Ciertamente, en el misterio de la Iglesia, que también es llamada con razón madre y virgen, la Santísima Virgen María fue por delante mostrando en forma eminente y singular el modelo de virgen y madre” (Lumen Gentium, n. 63). María fue delante porque es la memoria más fiel o, mejor, porque su memoria es el más fiel reflejo del misterio de Dios, transmitido en Ella a la Iglesia y, por la Iglesia, a la humanidad” (p. 185). Entregándose a María como su Totus Tuus, Juan Pablo II, y antes el obispo y cardenal Karol Wojtyla, en su ferviente oración personal y en su palabra, que fue siempre la de un Testigo, trató de profundizar en los misterios divinos transmitidos por ella a la Iglesia para, después, a través de la Iglesia, mostrarlos y anunciarlos a toda la humanidad contemporánea. Sacar a la luz este rasgo de la personalidad y la piedad de Juan Pablo II es, por tanto, otro importante reto para la Fundación de su nombre. Estas tres características –cristológica, antropológica y mariológica– son de naturaleza teológica y eclesial. En mi más profunda convicción, constituyen una especie de cimiento sobre el que colocar los más diversos hilos personales, históricos, políticos, nacionales, literarios y de otro tipo que conforman la vida y las realizaciones de Karol Wojtyla/Juan Pablo II. Deben ser también los cimientos que permitan realizar su antigua intención, que hoy se presenta en una realidad completamente nueva: que la Fundación que lleva su nombre se convierta en un verdadero puente para las sociedades y naciones que viven al este de Polonia, llevándoles no sólo el propio cristianismo, sino también una alta cultura estrechamente relacionada con él, especialmente la cultura polaca, sobre la que tanto, tan sabiamente y tan perspicazmente escribió en su libro Memoria e identidad.
Exc. Marek Jedraszewski, arzobispo de Cracovia, el 23 de septiembre del 2022 durante el simposio organizado por nuestro Centro en la Universidad Urbaniana en Roma